(Aparecerá en el número 14 de Irreverentes)
El pasado 10 de mayo estuve firmando ejemplares en la Feria del Libro de Sevilla, en concreto, en la caseta de la librería Anabel. Al cierre la jornada, con la muñeca derecha a punto de la dislocación y el segundo bolígrafo casi sin tinta, propuse a Manolo, el librero, irnos a tomar unas cervezas. Tras un esfuerzo continuado de más de tres horas, en las que no paré un instante, queridos seguidores de mi escritura, en atenderos como merecéis y él no dio abasto en venderos volúmenes y en reponer un mostrador que se vaciaba a cada instante, merecíamos ambos un rato de respiro y de relajación. Con las primeras cañas comentamos las peripecias que suelen acontecer en este tipo de actos. Y en este intercambio de anécdotas, Manolo me contó algo que me causó, primero, hilaridad, y luego, inspiración.
Y es que días atrás, estos mismos delegados del grupo editorial a quienes antes me referí quisieron gastar una de las bromas por las que en Sevilla se han ganado fama de cachondos. Con el encargo de que la leyese por megafonía cada diez minutos, le pasaron la siguiente nota a la azafata del stand de información de la Feria: Atención, atención. Se comunica a nuestros visitantes que, desde estos momentos y hasta las nueve de la noche, el escritor D. Antonio Machado firmará ejemplares de su libro Campos de Castilla en la caseta número 27. Y, en efecto, anuncio tan insólito se escuchó de diez en diez minutos por los altavoces del recinto hasta las nueve en punto, hora a la que el espectro del poeta debería regresar al universo de los muertos. Manolo y yo reímos hasta las lágrimas y los retortijones de diafragma. Sobre todo sabiendo que hubo quien se molestó por esa chanza inocente y hasta amenazó con retirarse de sucesivas ediciones de la Feria si se permitían tamaños ataques a la rectitud.
Pero aquello activó un mecanismo inconsciente en mi red de neuronas. Regresaba a Málaga en el AVE, sonriendo para mis adentros con la evocación del episodio, cuando comenzó a fraguarse en mi cerebro una idea más que brillante. Para acabar de explicárosla, amados tontines, he de retroceder a la mocedad de mis dieciocho añitos. Por entonces me dio por estudiarme casi todos los títulos de la colección Otros mundos que editaba Plaza & Janés: Nostradamus descifrado, Platillos volantes aquí y ahora, La rebelión de los brujos, Quirología, El tarot… No creáis, por los clavos de Cristo, que profeso la menor fe en la parapsicología. Mi condición de matemático no me lo permite pues la matemática es la ciencia de la verdad. Pero también me dedico a la literatura, que se define como el arte de la mentira. Con ese ánimo, el del arte de la mentira, me enfrentaba a aquellos textos encuadrados en un género, para mí, fascinante, al caer a mitad de camino entre la ficción y el ensayo. A raíz de esos atracones de espiritistas, fenómenos paranormales y disciplinas adivinatorias, me convertí en un experto. En mi círculo de parientes y amigos creció mi fama de pitoniso polifacético. Dejaba a todo el mundo boquiabierto con mi supuesta facultad para predecir el futuro. Igual de eficaz me mostraba leyendo la palma de la mano que echando las cartas. Calculaba designios astrales según cualquiera de los horóscopos. E incluso leía los posos de las tazas de té o de café con tanta facilidad como si se tratase de titulares del periódico. Y aunque yo mismo les advertía de que no había en ello nada de extraordinario, solo un poco de verborrea técnica, sicología, intuición y pericia para sonsacar datos de los propios examinados sin que ellos se percataran, los muy ilusos preferían desechar estos razonables argumentos y quedarse con la más atractiva explicación esotérica, la que me adjudicaba poderes sobrenaturales y el don de vaticinar su destino.
Recordando en el AVE esta faceta crédula de los mortales, hilvané un interesante proyecto. Me haría pasar por un médium con los suficientes enchufes en el más allá como para dedicar, a través de la escritura automática, las obras maestras de cualquier autor clásico ya fallecido. Eso sí, habría de cobrar por ello. La gratuidad no contribuye precisamente a la verosimilitud. Esto me obligaba a solicitar en Hacienda un alta de licencia fiscal. Un dato para los curiosos: esta caterva de embaucadores se recogen en el epígrafe 881, Astrólogos y similares. Que no se diga: todo por lo legal. Por otra parte, se da la afortunada circunstancia de que la Feria del Libro de Málaga comienza un mes más tarde que la de Sevilla. Quizás estaba todavía a tiempo de contratar un quiosco en el que instalar mi negocio. No había llegado el tren a Córdoba cuando llamé por el móvil a Rafael Martínez Madrid, uno de los miembros del Comité Organizador.
¿Y para qué demonios quieres tú una caseta, Alberto?, ¿acaso te vas a dedicar a vender tus propios libros? No, Fali, qué va, se trata de otra cosa, ya te lo explicaré con más calma: será un bombazo: pero necesito saber si queda alguna libre. Pues sí, puede que sí: a última hora ha renunciado a participar la librería Luces. Magnífico, Fali: resérvame su stand entonces.
Solucionado el asunto, otro cabo sin atar se refería a mi aspecto. No habría más remedio que ocultar mi identidad bajo el disfraz de un augur profesional. Mi fama mundial de autor de primera fila podría llevar el experimento al fracaso si era reconocido por algunos de vosotros, adorados fieles de mi teclear. Dudaba entre adoptar el look de un arúspice romano o el de una espiritista de la Inglaterra victoriana. Al final me decidí por el faquir de turbante, torso desnudo y mirada láser. El mes de junio depara en Málaga un clima lo suficientemente benigno como para afrontarlo medio en pelotas, ataviado solo por un taparrabos. Cada una de las mañanas en que se ha celebrado la Feria del Libro he acudido a que me atendiese la maquilladora de El Corte Inglés. Ha hecho un trabajo excelente. Mi enhorabuena para Paquita. Qué tono aceitunado tan verídico el que Paquita consiguió para mi piel. Qué arrugas más bien plegadas, indistinguibles de las naturales. Cómo logró que mi nariz recortase un perfecto perfil hindú. Barba postiza de pordiosero. Y sobre mis párpados superiores y la zona inferior de mis cejas dibujaba sendos pares de globos oculares, algo sanguinolentos, sin iris ni pupilas y rodeados de pestañas erizadas. De esa forma, cada vez que cerraba los ojos daba por completo la impresión de que los dejaba en blanco.
Decoré mi caseta con parquedad. Un rótulo en el dintel: DEDICATORIAS AUTOMÁTICAS A CARGO DEL GURÚ ALBERHA'B KASTÚ. Un escueto cartel con las tarifas: Autores del siglo XX, 15 euros. Autores de los siglos I y XIX, 20 euros. Autores fallecidos antes de Cristo, 30 euros. Y en el mostrador, varitas de sándalo en combustión situadas entre las hileras de folletos que edité ex profeso para el evento. En estos dípticos, aparte de mi falso currículum de espiritista, explicaba de qué iba eso de la escritura automática, ilustrando el fenómeno paranormal con algunos casos históricos. Por ejemplo, el de la vidente Pearl Curran, amanuense desde 1913 hasta 1938 del espectro de una tal Patience Worth, quien dictó a su secretaria viva, desde la otra dimensión, la novela Hope Trueblood. ¿Y qué me decís, zoquetes de mi alma, del clérigo William Stainton Moses, quien autografió una página nada menos que de Mendelssohn? Tales apelaciones a la historia resultaban la mar de convincentes.
La primera jornada, temeroso de que nadie osara acercarse a mi exótico tenderete, animé a unas cuantas amistades a que ejercieran de gancho. Pero no hizo falta el menor incentivo. A media mañana ya había algunas decenas de personas haciendo cola. Con cada libro que me encomendaban para firmar: ¿qué nombre pongo, caballero? Arturo, Arturo Menéndez, por favor: me entregaba al paripé del trance psíquico. Comenzaba despojándome de unos quevedos ahumados, modelo ciego del lazarillo de Tormes, para fijar la mirada en el infinito. Con las palmas de mis manos hacia adelante y los pulgares apoyados en los lóbulos de mis orejas, sacudía los restantes ocho dedos a modo de antenas, como queriendo sintonizar la frecuencia adecuada con la ultratumba. Oohhhmm, oohmm..., mascullaba a boca cerrada. Y de repente, sacudido por establecer la conexión, entornaba los párpados para mostrar mis córneas de pega en pleno éxtasis, asía el bolígrafo con pulso párkinson, y garabateaba el texto afectado por estertores en todo mi cuerpo: Para Arturo Menéndez, simpático tocayo de mi personaje preferido, Gordon Pym, con amistad y afecto de E. Allan Poe. Aplausos. Vítores. Hurras. Exclamaciones de asombro. Y un cliente satisfechísimo que me abona los 20 euretes y que se aleja emocionado sin perder de vista la grafía auténtica del escritor de su devoción.
Y la fila aumentaba por instantes. El boca a boca funcionaba paliando así el que no se mencionase mi iniciativa en la rueda de prensa de la víspera. Porque Fali se negó en rotundo a propagar ante los medios lo que él consideraba una superchería. A eso de las doce y media lo vi aparecer con la comitiva inaugural. La encabezaban el Alcalde y el Delegado de Cultura. Tras ellos caminaban sus respectivos séquitos. La policía municipal, a fin de facilitar el tránsito a las autoridades, procedió a despejar el gentío que se hacinaba ante mi stand. Hubo quejas, claro. Y más gritos de protesta se escucharon: eh, que se cuelan: cuando un concejal me puso sobre la mesa un ejemplar de Viaje a la Alcarria: qué cara tan dura, por qué no esperan como todos nosotros. Quedando el gerifalte muy complacido con mi dedicatoria por delegación astral, prosiguió su parsimoniosa singladura parque abajo. Fali se rezagó del cortejo para hablar conmigo.
Pero qué haces, Alberto, tomándole el pelo a estos capitostes, ¿tú estás loco, joder? No pasa nada, Fali, tranquilo, y habla más bajo, coño, que me espantas a la parroquia. Además, si todo esto es legal... ¿Legal? No me vengas con cuentos: el gurú Alberha'b Kastú: vaya un chapuz..., si lo llego a saber, pronto te iba yo a ceder esta caseta. Oye, Fali, que no me la has regalado, ¿eh?, y no es nada barata, que conste. Pero..., Alberto, ¿y si te denuncian por estafa? Qué estafa ni estafa, Fali, ¿acaso meten en la cárcel a los videntes de esas televisiones de chichinabo? Pero es que lo tuyo, Alberto, es claramente un engaño, empezando por el nombrecito que te has puesto y terminando por el dinero que te llevas. Te equivocas en todo, Fali: Alberha'b Kastú es mi apodo artístico, o es que Rappel, por ejemplo, se llama de verdad Rappel, ¿eh?, y tampoco me voy a lucrar con esto, que lo sepas: descontados los gastos, pienso donar todos los beneficios al GOCE, el Grupo Organizado Contra la Estupidez. Y otra cosa, Fali, hazme un favor, consígueme un dispensador de números, un rollo de esos con su soporte y un display electrónico para ir llamando por turnos. Anda, acércate por uno. Toma dinero. No, no me des nada, Alberto: hay que joderse: después me lo pagas. Querrás factura, ¿no? Por supuesto, Fali, tengo que hacer la liquidación del IVA.
Aquello del dispensador de números fue mano de santo. Además, Fali, aun refunfuñando de mi insótica actividad, se portó. En la segunda jornada instaló unos bancos desde los que aguardaban la vez mis clientes. Un éxito. Qué queréis que os diga. Un éxito indiscutible. Cuando mi asesor fiscal cerró las cuentas al término de la feria, quedaron unos 85.000 euros con destino a las arcas del GOCE.
Sí que quiero relataros, queridísimos míos, la batalla que tuve que librar con una escéptica empeñada en desenmascararme. Se trataba de una jovenzuela que se acercó con regularidad por mi caseta. No hizo más que ponerme trampas. La primera consistió en entregarme para su rúbrica un librito muy viejo al que le faltaban la portada y las primeras páginas. En seguida me percaté de su treta. Intentaba ocultarme el título y el autor para probar el alcance de mis facultades. Mas reconocí de inmediato que se trataba de La hoja roja. Tras el ritual de marras, me puse de nuevo los quevedos y me disculpé: lo siento, señorita, pero este escritor, un tal Delibes según me han informado las almas de sus parientes fallecidos, todavía está vivo: no puedo firmar por él. Días más tarde, la muchacha se presentó con una Biblia. Aquello fue sencillo. La despaché con una frase insinuante: Para mi querida hija Carmen, por quien siento todas mis complacencias, y deseándole que profese una fe inquebrantable hacia mí y hacia todo lo sobrenatural, con el amor de Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo. La mozuela insistió el último domingo.
Por favor, ¿me dedica esta edición en ruso de Los hermanos Karamazov?, pero quiero que me escriba la dedicatoria en el mismo idioma, si es tan amable.
Horror. Confieso que no entiendo ni papa de ruso ni me desenvuelvo con el alfabeto cirílico. Aquí dupliqué el tiempo del trance. Me mantuve un buen rato entre enérgicos estertores mientras maquinaba una escapatoria:
Has de perdonarme, Carmen, pero ahora mismo el espectro de Dostoyevski está ocupado firmando en otra feria del libro.
Por último, estimados acólitos, si alguno de vosotros se cuenta entre los que transitaron estos días ante mi stand, os presento mis más humildes disculpas por la suplantación. Eso sí, os queda el honor de haber contribuido, no solo a la lucha contra la estupidez, sino a la consecución conmigo de este interesante experimento. Hasta la próxima, amados incondicionales de esta página.
Y es que días atrás, estos mismos delegados del grupo editorial a quienes antes me referí quisieron gastar una de las bromas por las que en Sevilla se han ganado fama de cachondos. Con el encargo de que la leyese por megafonía cada diez minutos, le pasaron la siguiente nota a la azafata del stand de información de la Feria: Atención, atención. Se comunica a nuestros visitantes que, desde estos momentos y hasta las nueve de la noche, el escritor D. Antonio Machado firmará ejemplares de su libro Campos de Castilla en la caseta número 27. Y, en efecto, anuncio tan insólito se escuchó de diez en diez minutos por los altavoces del recinto hasta las nueve en punto, hora a la que el espectro del poeta debería regresar al universo de los muertos. Manolo y yo reímos hasta las lágrimas y los retortijones de diafragma. Sobre todo sabiendo que hubo quien se molestó por esa chanza inocente y hasta amenazó con retirarse de sucesivas ediciones de la Feria si se permitían tamaños ataques a la rectitud.
Pero aquello activó un mecanismo inconsciente en mi red de neuronas. Regresaba a Málaga en el AVE, sonriendo para mis adentros con la evocación del episodio, cuando comenzó a fraguarse en mi cerebro una idea más que brillante. Para acabar de explicárosla, amados tontines, he de retroceder a la mocedad de mis dieciocho añitos. Por entonces me dio por estudiarme casi todos los títulos de la colección Otros mundos que editaba Plaza & Janés: Nostradamus descifrado, Platillos volantes aquí y ahora, La rebelión de los brujos, Quirología, El tarot… No creáis, por los clavos de Cristo, que profeso la menor fe en la parapsicología. Mi condición de matemático no me lo permite pues la matemática es la ciencia de la verdad. Pero también me dedico a la literatura, que se define como el arte de la mentira. Con ese ánimo, el del arte de la mentira, me enfrentaba a aquellos textos encuadrados en un género, para mí, fascinante, al caer a mitad de camino entre la ficción y el ensayo. A raíz de esos atracones de espiritistas, fenómenos paranormales y disciplinas adivinatorias, me convertí en un experto. En mi círculo de parientes y amigos creció mi fama de pitoniso polifacético. Dejaba a todo el mundo boquiabierto con mi supuesta facultad para predecir el futuro. Igual de eficaz me mostraba leyendo la palma de la mano que echando las cartas. Calculaba designios astrales según cualquiera de los horóscopos. E incluso leía los posos de las tazas de té o de café con tanta facilidad como si se tratase de titulares del periódico. Y aunque yo mismo les advertía de que no había en ello nada de extraordinario, solo un poco de verborrea técnica, sicología, intuición y pericia para sonsacar datos de los propios examinados sin que ellos se percataran, los muy ilusos preferían desechar estos razonables argumentos y quedarse con la más atractiva explicación esotérica, la que me adjudicaba poderes sobrenaturales y el don de vaticinar su destino.
Recordando en el AVE esta faceta crédula de los mortales, hilvané un interesante proyecto. Me haría pasar por un médium con los suficientes enchufes en el más allá como para dedicar, a través de la escritura automática, las obras maestras de cualquier autor clásico ya fallecido. Eso sí, habría de cobrar por ello. La gratuidad no contribuye precisamente a la verosimilitud. Esto me obligaba a solicitar en Hacienda un alta de licencia fiscal. Un dato para los curiosos: esta caterva de embaucadores se recogen en el epígrafe 881, Astrólogos y similares. Que no se diga: todo por lo legal. Por otra parte, se da la afortunada circunstancia de que la Feria del Libro de Málaga comienza un mes más tarde que la de Sevilla. Quizás estaba todavía a tiempo de contratar un quiosco en el que instalar mi negocio. No había llegado el tren a Córdoba cuando llamé por el móvil a Rafael Martínez Madrid, uno de los miembros del Comité Organizador.
¿Y para qué demonios quieres tú una caseta, Alberto?, ¿acaso te vas a dedicar a vender tus propios libros? No, Fali, qué va, se trata de otra cosa, ya te lo explicaré con más calma: será un bombazo: pero necesito saber si queda alguna libre. Pues sí, puede que sí: a última hora ha renunciado a participar la librería Luces. Magnífico, Fali: resérvame su stand entonces.
Solucionado el asunto, otro cabo sin atar se refería a mi aspecto. No habría más remedio que ocultar mi identidad bajo el disfraz de un augur profesional. Mi fama mundial de autor de primera fila podría llevar el experimento al fracaso si era reconocido por algunos de vosotros, adorados fieles de mi teclear. Dudaba entre adoptar el look de un arúspice romano o el de una espiritista de la Inglaterra victoriana. Al final me decidí por el faquir de turbante, torso desnudo y mirada láser. El mes de junio depara en Málaga un clima lo suficientemente benigno como para afrontarlo medio en pelotas, ataviado solo por un taparrabos. Cada una de las mañanas en que se ha celebrado la Feria del Libro he acudido a que me atendiese la maquilladora de El Corte Inglés. Ha hecho un trabajo excelente. Mi enhorabuena para Paquita. Qué tono aceitunado tan verídico el que Paquita consiguió para mi piel. Qué arrugas más bien plegadas, indistinguibles de las naturales. Cómo logró que mi nariz recortase un perfecto perfil hindú. Barba postiza de pordiosero. Y sobre mis párpados superiores y la zona inferior de mis cejas dibujaba sendos pares de globos oculares, algo sanguinolentos, sin iris ni pupilas y rodeados de pestañas erizadas. De esa forma, cada vez que cerraba los ojos daba por completo la impresión de que los dejaba en blanco.
Decoré mi caseta con parquedad. Un rótulo en el dintel: DEDICATORIAS AUTOMÁTICAS A CARGO DEL GURÚ ALBERHA'B KASTÚ. Un escueto cartel con las tarifas: Autores del siglo XX, 15 euros. Autores de los siglos I y XIX, 20 euros. Autores fallecidos antes de Cristo, 30 euros. Y en el mostrador, varitas de sándalo en combustión situadas entre las hileras de folletos que edité ex profeso para el evento. En estos dípticos, aparte de mi falso currículum de espiritista, explicaba de qué iba eso de la escritura automática, ilustrando el fenómeno paranormal con algunos casos históricos. Por ejemplo, el de la vidente Pearl Curran, amanuense desde 1913 hasta 1938 del espectro de una tal Patience Worth, quien dictó a su secretaria viva, desde la otra dimensión, la novela Hope Trueblood. ¿Y qué me decís, zoquetes de mi alma, del clérigo William Stainton Moses, quien autografió una página nada menos que de Mendelssohn? Tales apelaciones a la historia resultaban la mar de convincentes.
La primera jornada, temeroso de que nadie osara acercarse a mi exótico tenderete, animé a unas cuantas amistades a que ejercieran de gancho. Pero no hizo falta el menor incentivo. A media mañana ya había algunas decenas de personas haciendo cola. Con cada libro que me encomendaban para firmar: ¿qué nombre pongo, caballero? Arturo, Arturo Menéndez, por favor: me entregaba al paripé del trance psíquico. Comenzaba despojándome de unos quevedos ahumados, modelo ciego del lazarillo de Tormes, para fijar la mirada en el infinito. Con las palmas de mis manos hacia adelante y los pulgares apoyados en los lóbulos de mis orejas, sacudía los restantes ocho dedos a modo de antenas, como queriendo sintonizar la frecuencia adecuada con la ultratumba. Oohhhmm, oohmm..., mascullaba a boca cerrada. Y de repente, sacudido por establecer la conexión, entornaba los párpados para mostrar mis córneas de pega en pleno éxtasis, asía el bolígrafo con pulso párkinson, y garabateaba el texto afectado por estertores en todo mi cuerpo: Para Arturo Menéndez, simpático tocayo de mi personaje preferido, Gordon Pym, con amistad y afecto de E. Allan Poe. Aplausos. Vítores. Hurras. Exclamaciones de asombro. Y un cliente satisfechísimo que me abona los 20 euretes y que se aleja emocionado sin perder de vista la grafía auténtica del escritor de su devoción.
Y la fila aumentaba por instantes. El boca a boca funcionaba paliando así el que no se mencionase mi iniciativa en la rueda de prensa de la víspera. Porque Fali se negó en rotundo a propagar ante los medios lo que él consideraba una superchería. A eso de las doce y media lo vi aparecer con la comitiva inaugural. La encabezaban el Alcalde y el Delegado de Cultura. Tras ellos caminaban sus respectivos séquitos. La policía municipal, a fin de facilitar el tránsito a las autoridades, procedió a despejar el gentío que se hacinaba ante mi stand. Hubo quejas, claro. Y más gritos de protesta se escucharon: eh, que se cuelan: cuando un concejal me puso sobre la mesa un ejemplar de Viaje a la Alcarria: qué cara tan dura, por qué no esperan como todos nosotros. Quedando el gerifalte muy complacido con mi dedicatoria por delegación astral, prosiguió su parsimoniosa singladura parque abajo. Fali se rezagó del cortejo para hablar conmigo.
Pero qué haces, Alberto, tomándole el pelo a estos capitostes, ¿tú estás loco, joder? No pasa nada, Fali, tranquilo, y habla más bajo, coño, que me espantas a la parroquia. Además, si todo esto es legal... ¿Legal? No me vengas con cuentos: el gurú Alberha'b Kastú: vaya un chapuz..., si lo llego a saber, pronto te iba yo a ceder esta caseta. Oye, Fali, que no me la has regalado, ¿eh?, y no es nada barata, que conste. Pero..., Alberto, ¿y si te denuncian por estafa? Qué estafa ni estafa, Fali, ¿acaso meten en la cárcel a los videntes de esas televisiones de chichinabo? Pero es que lo tuyo, Alberto, es claramente un engaño, empezando por el nombrecito que te has puesto y terminando por el dinero que te llevas. Te equivocas en todo, Fali: Alberha'b Kastú es mi apodo artístico, o es que Rappel, por ejemplo, se llama de verdad Rappel, ¿eh?, y tampoco me voy a lucrar con esto, que lo sepas: descontados los gastos, pienso donar todos los beneficios al GOCE, el Grupo Organizado Contra la Estupidez. Y otra cosa, Fali, hazme un favor, consígueme un dispensador de números, un rollo de esos con su soporte y un display electrónico para ir llamando por turnos. Anda, acércate por uno. Toma dinero. No, no me des nada, Alberto: hay que joderse: después me lo pagas. Querrás factura, ¿no? Por supuesto, Fali, tengo que hacer la liquidación del IVA.
Aquello del dispensador de números fue mano de santo. Además, Fali, aun refunfuñando de mi insótica actividad, se portó. En la segunda jornada instaló unos bancos desde los que aguardaban la vez mis clientes. Un éxito. Qué queréis que os diga. Un éxito indiscutible. Cuando mi asesor fiscal cerró las cuentas al término de la feria, quedaron unos 85.000 euros con destino a las arcas del GOCE.
Sí que quiero relataros, queridísimos míos, la batalla que tuve que librar con una escéptica empeñada en desenmascararme. Se trataba de una jovenzuela que se acercó con regularidad por mi caseta. No hizo más que ponerme trampas. La primera consistió en entregarme para su rúbrica un librito muy viejo al que le faltaban la portada y las primeras páginas. En seguida me percaté de su treta. Intentaba ocultarme el título y el autor para probar el alcance de mis facultades. Mas reconocí de inmediato que se trataba de La hoja roja. Tras el ritual de marras, me puse de nuevo los quevedos y me disculpé: lo siento, señorita, pero este escritor, un tal Delibes según me han informado las almas de sus parientes fallecidos, todavía está vivo: no puedo firmar por él. Días más tarde, la muchacha se presentó con una Biblia. Aquello fue sencillo. La despaché con una frase insinuante: Para mi querida hija Carmen, por quien siento todas mis complacencias, y deseándole que profese una fe inquebrantable hacia mí y hacia todo lo sobrenatural, con el amor de Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo. La mozuela insistió el último domingo.
Por favor, ¿me dedica esta edición en ruso de Los hermanos Karamazov?, pero quiero que me escriba la dedicatoria en el mismo idioma, si es tan amable.
Horror. Confieso que no entiendo ni papa de ruso ni me desenvuelvo con el alfabeto cirílico. Aquí dupliqué el tiempo del trance. Me mantuve un buen rato entre enérgicos estertores mientras maquinaba una escapatoria:
Has de perdonarme, Carmen, pero ahora mismo el espectro de Dostoyevski está ocupado firmando en otra feria del libro.
Por último, estimados acólitos, si alguno de vosotros se cuenta entre los que transitaron estos días ante mi stand, os presento mis más humildes disculpas por la suplantación. Eso sí, os queda el honor de haber contribuido, no solo a la lucha contra la estupidez, sino a la consecución conmigo de este interesante experimento. Hasta la próxima, amados incondicionales de esta página.
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